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miércoles, 23 de agosto de 2017

Eréndira


Todas las noches, durante tres meses, en un lejano poblado de Michoacán, un grupo de hombres, en su mayoría jóvenes que habían llegado para construir un puente que uniría dos pequeñas comunidades, se reunían en el bosque.

Mientras la luna reinaba y la carne de venado se cocinaba en un improvisado asador, hablaban y disfrutaban una bebida hecha de savia fermentada que obtenían del maguey, un obsequio de los lugareños. Gracias a esta, los más jóvenes terminaban dormidos sobre el pasto húmedo antes de que la cena estuviera lista; aquella bebida sumada a su falta de moderación los arrastraba en poco tiempo a los brazos de la inconsistencia.

Esa noche, José, mareado y poseído por la urgencia de orinar, se separó del grupo para internarse en el bosque; caminó para alejarse unos metros cuando un resplandor que provenía del lago, llamó su atención.

El campamento había sido instalado cerca del lago encantado de Zirahuén, también llamado “el espejo de los dioses”, el puente que construían lo atravesaría, uniendo así ambas comunidades.
La curiosidad de José traspasó la barrera de precaución, esa diminuta luz que se enciende y parpadea cuando un peligro acecha.

El viento vino acompañado de una hechizante voz que al ritmo de las hojas interpretaba una hermosa melodía. Era la voz de una mujer, los ojos de José se abrieron hasta doler por la sorpresa. Aquella visión nocturna, <una diosa>, pensó José, se bañaba en las templadas aguas del lago encantado, mientras cantaba en tono bajo una canción que jamás había escuchado y cuya magia erizó su piel curtida por los abrasantes rayos del sol.

La contempló hipnotizado por largo tiempo, escondido entre los enormes robles temeroso de ser descubierto.
Su mirada estaba clavada en aquella mujer como un par de clavos empotrados en la pared, su voluntad había sido ultrajada por esa hermosa visión.

Hubo un instante en que sus miradas se cruzaron, José creyó imaginar un destello rojo como la sangre, en los ojos de la mujer, entonces cayó de espaldas al pensarse descubierto, su respiración acelerada golpeaba contra los árboles rebotando con descaro mientras su cuerpo temblaba a pesar del calor sofocante.
Huyó cómo animal rastrero, así se desplazó hasta el campamento.

Nadie pareció notar su ausencia. Cubierto por el anonimato llegó hasta su improvisado dormitorio.
En vano intentó dormir, la imagen de la mujer se había tatuado en su mente.

Al día siguiente la rutina no cambió, despertaron al amanecer, trabajaron hasta el ocaso, se reunieron para cenar, bebieron hasta embriagarse y durmieron donde el sueño los pilló.
  Pero, desde esa noche, José se escabullía cubierto por las sombras hasta la orilla del lago para expiar sin pizca de morbo a aquella perfecta visión que lo tenía embrujado.

Lo hizo por semanas, hasta que cierta noche alguien se le adelantó. Era Efrén, un hombre entrado en años quién no gozaba de la simpatía del resto. Tampoco a José le agradaba, era una lastima que a pesar de ser un hombre  trabajador, poseyera un corazón y mente retorcidos.
La maldad se alojaba en él, lo confirmó al ser testigo de como miraba a la mujer, el deseo que albergaba era palpable, lo que despertó un instinto de protección en José.
Esperó paciente hasta que aquel hombre, por si solo, sació sus instintos resguardado por las tinieblas. Con sigilo, partió detrás de él.

La presencia del sol llegó acompañado de gritos de pánico, un cuerpo flotaba hinchado en las claras aguas del lago. Los lugareños montados en una canoa, recogieron el cuerpo. José palideció al reconocerlo, se trataba de Efrén.

< Eréndira, la sirena>, contó en lengua purépecha, una anciana. <Hechiza con su voz a los hombres malos. Los ingenuos, víctimas de sus deseos carnales, caen al lago donde las algas los sumergen hasta ahogarlos>, concluyó.

Ansioso y confuso, José escuchó el relato de la anciana. Eréndira una princesa purépecha poseedora de gran belleza, había sido raptada por un capitán español cuyo ejército fue acogido por  su padre, el rey.
La escondió en las montañas, donde durante días y noches, la princesa lloró implorando a los dioses que la liberarán. Los dioses, llenos de cólera, utilizaron sus lágrimas para formar el lago y convirtieron sus piernas en cola de pez para que está pudiera escapar.

Desde entonces durante la noche, Eréndira atrae a los hombres malos como venganza, éstos al ver su verdadero rostro caen al lago donde tras segundos agónicos, mueren ahogados.

José se mostró reacio, no podía creer que un ser tan perfecto fuera una sirena asesina, él mismo lo demostraría. En cuanto el ocaso llegó, se dirigió al lago.

Eréndira estaba sentada sobre una roca, cantaba y cepillaba su larga cabellera mientras una cola de pez unida hasta su cintura, jugueteaba con el agua.
Los ojos de José se humedecieron, la anciana había dicho la verdad; la mágica visión que idealizaba no era sino un alma atormentada con sed de venganza.

Entonces todo pareció inefable.

Poseído por la ira, arrojó una piedra hacia la sirena quien al voltear, le dejó ver su verdadero rostro el cual no era para nada perfecto ni mucho menos hermoso. Ojos rojos como lava ardiente, dientes afiliados como agujas, cabello tupido de sanguijuelas y en vez de piernas, una enorme cola cubierta de escamas opacas que aleteaban con disimulo al compás de la corriente de  ahora verdosas aguas del lago encantado.

Nunca encontraron a José, nadie pudo explicar su repentina desaparición, la cual, según cuenta la anciana, fue el antídoto para aquella alma en pena cuya hechizante voz, jamás volvió a escucharse.

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User @Vane1376

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3 comentarios:

  1. Hermoso relato. Me gustó leerlo hasta el final, sintiendo como creas el ambiente, la situación de los personajes. Felicitaciones.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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