Publicado por la revista Fantastique.
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Gusto por escribir, crear e imaginar. Compartir ideas, historias y vivencias. ¿Eres nuevo en esto?...¡yo también!
Cuando le cuentas a alguien por primera vez que te gusta escribir y que tienes ganas de crear una historia, seguramente no obtendrás las ...
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Un relato seleccionado por la revista Fantastique!! ♥️😉
http://imaginariofantastico.com/2017/11/09/mi-angel/
Mi ángel
Vane Aguilar
La ciudad dormía mientras la luna iluminaba una silueta que vigilaba solitaria y atenta en el alféizar de una ventana desde donde percibía el olor a hierro que solo despide una gota de sangre humana. Eso lo había atraído, podía olerlo a kilómetros obligándolo a salir de su morada, como lo hace un tiburón al acechar a su presa. Solo tardó uno minuto en llegar, aquel olor especial le provocó tanta sed que su garganta ardía.
Oculto bajo la oscuridad, Alex miraba a una mujer que llorosa y nerviosa limpiaba una pequeña herida en su mano. Los restos del espejo yacían en el suelo. Le pareció la mujer más hermosa y deseó por un momento que su corazón latiera nuevamente.
Una sed infernal lo quemaba como lo hacía la luz del sol, la estrella gigante que por cinco décadas lo condenaba a vivir bajo las tinieblas.
Algo en su interior se agitó al observar a aquella apetitosa mujer sentarse en el suelo con la cabeza metida entre sus piernas. Un llanto desesperado la poseyó.
Alex se quedó ahí, su olor lo tenía hechizado, lo hizo hasta que su piel dolió al sentir el calor del sol que ansioso buscaba alcanzar el cenit. Clavó sus ojos en ella antes de emprender la huida.
La noche que siguió se atrevió a ir más allá.
Clare miró el reloj confundida, una extraña sensación la obligó a despertar. Temerosa observó una silueta al pie de su cama, volvió a cerrar los ojos pensando en que lo había imaginado, entonces notó como su aliento se evaporaba a causa de un frío inusual. El ser continuaba ahí, estático, casi fantasmal. Sus ojos de un rojo brillante resaltaban en la oscuridad, Alex la miraba como león espiando a su presa. <¿Quién eres>, formuló en su mente.
—Algunos creen que soy un ángel —comentó dejándola paralizada. Había escuchado sus pensamientos. Su cuerpo entero se estremeció.
Su voz, como una hermosa melodía se coló por los oídos de Clare. Tembló al tiempo que la luz de la luna le mostró su rostro. Era perfecto, casi celestial.
—¿No temes a mi presencia?
—¿Por qué lo haría? No me harás daño.
Aquella mujer le hizo sentir indefenso, algo irreal tratándose del más cruel depredador. Se evaporó en segundos mientras Clare miraba cada rincón con desespero. Su ángel se había ido.
Permaneció en la cama incapaz de conciliar el sueño, la confusión y la ansiedad inundaban su sistema cimentando una barrera infranqueable.
En punto de las siete, sin siquiera sentir el paso del tiempo, su alma regresó a su contenedor gracias al insistente y casi molesto sonido del despertador.
Se levantó para tomar una ducha rápida con la mente nublada por el recuerdo de aquel ser que desapareció frente a sus ojos.
Mientras se cepillaba el cabello el piso bajo sus pies comenzó a moverse con brusquedad insolente.
Vivía en edificio de diez pisos junto con más de una veintena de familias.
Libros, cuadros, muebles y fotografías caían al piso haciendo un ruido ensordecedor. El pánico se apoderó de Clare paralizando su cuerpo que aún estaba clavado en el mismo sitio. Los ventanales y las paredes se desmoronaban pero los gritos de los vecinos la liberaron del estado de shock. Corrió hasta el baño y se recostó dentro de la tina aún húmeda en un intento por protegerse de los pedazos de concreto y ladrillo que caían muy cerca de ella. Todo pasó tan rápido que parecía como un sueño, uno que pronto se convirtió en pesadilla.
El polvo lo inundó todo impidiéndole respirar, en un instante estaba en la penumbra. Lloraba mientras quería recordar una plegaria pero hacía mucho que no visitaba una iglesia. Su memoria colapsó, no logró pronunciar al menos un par de líneas debido a que un golpe seco en su cabeza le hizo perder la consciencia.
—Clare, despierta —escuchó a aquella voz que horas antes le erizó la piel.
Parpadeó varias veces, su perfecto rostro estaba a centímetros de ella. Intentó tocarlo pero estaba atrapada bajo una enorme losa. Un grito ahogado escapó de su garganta y el dolor la embargó haciéndola sentir mareada.
—Tranquila, no te muevas —pidió Alex mientras intentaba inútilmente liberarla.
Clare sintió su mano fría como hielo cuando este limpió el agua salada que escurría por sus mejillas.
—¿Estoy muerta? —quiso saber. Todo se volvió tan irreal que no lograba pensar con claridad.
El edificio estaba en ruinas y su cuerpo yacía bajo los escombros.
—No —gritó Alex—, estás herida, pero viva.
—Entonces solo lo estaré por poco tiempo —respondió resignada—. Nadie podrá encontrarme en este cementerio de piedras.
—Yo te ayudaré —respondió Alex.
Alex estaba ahí, a su lado, debajo de toneladas de concreto sin un rasguño visible. Era su ángel.
—No lo soy —comentó con sus ojos clavados en la cabeza de la mujer.
Un líquido caliente y espeso resbalaba por la frente de Clare. Los labios de Alex se abrían dejándole ver unos dientes afilados.
—Esto es lo que soy —dijo Alex en voz baja —, una criatura de la noche.
La chica abrió los ojos a tope al escucharlo. Se miraron en silencio a la vez que el tiempo se detenía, Clare no supo si habían pasado unos segundos o si fueron horas. Una burbuja los encerró.
—Entonces estás aquí porque deseas beber mi sangre. ¿Qué te detiene?
Lo retó, quizá no lo creyó capaz de hacerlo. Su vista se nubló después de eso, y un frío intenso envolvió su cuerpo.
—Te sacaré de aquí. Iré a buscar ayuda. No temas, solo tienes que resistir —comentó Alex lleno de opresión.
Desapareció de nuevo dejándola expuesta a la oscuridad en compañía de polvo y ruinas.
—¡Vuelve, no me abandones aquí! —chilló al verse sola.
Se sentía segura al lado de aquel hombre apuesto de piel tan fría como pálida, pero se había ido y una realidad aplastante le robó el aire.
Pronto el frío se volvió tan intenso que sintió ganas de dormir, Clare se resistió, sabía que si se quedaba dormida, no despertaría jamás. Quizá eso era lo que necesitaba, dormir y no despertar. Se sentía ajena al mundo.
El hombre cubierto de perfección era un ser de oscuridad y no un ángel, como había creído. Un depredador que deseaba beber su sangre hasta secar sus venas. Sus párpados pesaban y mantenerlos abiertos era casi imposible.
Las calles estaban llenas de personas que desesperadas buscaban entre los escombros alguna señal de vida. Alex observaba perplejo desde un rincón, su condición le impedía exponerse a la luz. Se sintió impotente, inútil, incapaz de buscar ayuda mientras el sol brillará en lo alto, pero Clare no resistiría entonces supo lo que tenía que hacer y se escabulló lo más rápido que pudo abriéndose paso entre las pesadas rocas que se asentaban aplastándolo. El espacio era estrecho.
—Clare —le gritó al notar sus ojos cerrados. La creyó perdida y por primera vez en cincuenta años sintió miedo.
Una paz extraviada lo reconfortó al notar como su pecho se inflaba. Estaba viva, pero en pocos minutos su vida se extinguiría.
—Volviste —dijo Clare con dificultad.
Al mirarlo entendió lo que el rostro de Alex reflejaba. La ayuda no llegaría, pero sonrío a aquel perfecto ser que la miraba compasivo.
—Solo hay una manera de sacarte de aquí —comentó expectante.
Clare comprendió el mensaje oculto en aquellas palabras y haciendo un último esfuerzo echó su cabeza hacia atrás ofreciendo su cuello.
—¿Estás segura? La vida eterna conlleva un precio muy alto. La soledad es aplastante y enloquece a cualquiera —advirtió Alex.
—No contigo —alcanzó a decir antes de desvanecerse.
Alex se acercó y mordió su cuello absorbiendo el último aliento de aquella mujer solitaria de mirada triste. Una mujer que al despertar lo acompañaría por toda la eternidad.
La Promesa
"Microrrelatos y algo más"
La humedad en mis ojos me impide observar con claridad como las olas del mar rompen en la enorme roca donde todas las tardes espero su regreso. Una suave brisa golpea mi rostro mientras recuerdo aquella tarde.
<Solo serán cinco días, estaré aquí puntual para alzarte en mis brazos>, dijo antes de partir en busca de un banco de peces —en aguas lejanas— para cumplir la demanda anual. Hacía meses que los peces habían migrado mar adentro, motivo por el cual los barcos regresaban vacíos.
<Promete que regresarás>, rogué rompiendo en llanto. Un mal presentimiento se apoderó de mí; en vano supliqué que no saliera. Santiago era celoso de su deber, entonces secó mi rostro y me besó.
Un aire helado recorrió mi cuerpo al verlo alejarse, quería ir con él, pero mi vientre crecido me lo impidió.
Llevaba días con una opresión justo en mi pecho, el barco de Santiago era el único que no había vuelto. Dijo que sólo serían cinco días, pero estaba por cumplirse un mes.
Ruego en silencio al mar que me lo devuelva, está tan tranquilo que creo lo extraña también.
<Volverá, lo prometió>, susurré a mi pequeño en brazos.
Vane Aguilar
Prólogo
El viento fresco golpea mi rostro reconfortándome de inmediato, me gusta estar aquí, me siento libre. El enorme jardín de un verde singular me hace sentir en casa, silencian mi mente y aligeran la carga en mi alma. Ojalá pudiera visitar una biblioteca, mi paraíso, mi lugar favorito a donde solía ir para calmarme cuando era una adolescente.
El dolor me carcome lento, pero seguro. Dicen que este lugar me ayudará. Lo que no saben es que las horas que estoy en el exterior es lo único que me calma, no me gusta estar dentro de ese sombrío edificio de tres pisos donde las personas gritan, lloran y hablan a la nada.
Me siento atrapada en un mundo oscuro y silencioso donde nadie entiende lo que mutila mi interior.
¿Cómo podrían entenderme?
Mi habitación es tan fría que todas las noches me cuesta conciliar el sueño, mi cuerpo no para de temblar, la sangre llega con dificultad a mis pies y mis manos simulan la de un muerto.
Estoy tan delgada y partida que hasta el calor me ha abandonado.
El doctor Rivas habla conmigo todos los jueves por la tarde, digo que habla porque yo no digo una sola palabra, no lo he hecho desde que me trajeron a este lugar.
No estoy loca, lo tengo claro, solo estoy llena de un dolor tan intenso que me sumió dentro de una oscuridad que me robó la alegría de vivir.
La luz en mis ojos ahora es opaca, el brillo se desgastó con los ríos de lágrimas que sin aviso brotan en cualquier momento. Esta es mi vida ahora.
Una noticia sorpresiva y amarga me desgarró como cuchillas destruyendo mi razón, eso me trajo a este lugar. Mi estado catatónico, mi negativa para comer y un llanto incontenible alertaron a aquellos que me rodeaban.
<No puedes continuar así>, comentó mi madre preocupada.
Nadie puede entender mi estado porque nadie sabe el dolor que anida en mi corazón.
Nunca lo sabrán, es mí secreto. Lo único que me queda de él.
Antonio dice que aquí me ayudaran, en un principio lo odie pues creí que su intención era deshacerse de mí, tal vez lo merecía, cometí un grave error, uno que ni siquiera yo perdonaría. Ahora creo que lo hizo por mí.
Quizá en verdad me quiere, quizá su conciencia lo obliga.
Hay tantas preguntas en el aire, tantas dudas, pero sobre todo su ausencia y eso terminó por mutilar mi alma.
-Buenos días, Victoria, te estaba esperando -dijo el doctor Rivas al verme parada en el marco de la puerta de su oficina indecisa de entrar.
Es una habitación iluminada, una de las pocas que cuentan con ventanas, ojalá la mía estuviera así para que los rayos del sol pudieran colarse con facilidad. Eso también me haría sentir mejor.
En casa cuando despertaba, lo primero que hacía era mirar hacia la ventana solo para constatar como el sol entraba en mi habitación, después estiraba mis manos y sonreía.
Aquí eso es imposible, la habitación que me asignaron es una especie de celda donde la paredes son blancas, la puerta de metal está siempre cerrada bajo llave y la ventana apenas posee una rendija rectangular que deja entrar algunos hilos de luz.
El aire es tan escaso que cuando estoy ahí -que es la mayor parte del tiempo-, me asfixio.
Soy una prisionera más en una cárcel con pinta de hospital.
-¿Estás lista para hablar hoy? -preguntó por milésima vez.
Esa era la pregunta obligada, la primera y la única que hacía, segundos más tarde se rendía ante mi silencio y me despedía. Pero esta ocasión no fue igual.
-He esperado paciente y podría esperar más, pero no es conveniente para ti prolongar esto, así que antes de que regreses a tu habitación voy a pedirte algo.
El doctor Rivas me mira serio con esos pequeños ojos detrás de los cristales de sus curiosos anteojos que los engrandecen como lupas. Es calvo, creo que optó por raparse al notar que su cabello desaparecía, lleva puesta una bata blanca en cuya bolsa asoma una fina pluma color negro.
Es un hombre amable comparado con Rita -la enfermera a cargo-, una mujer llena de amargura y mal humor quién me recibió a gritos y amenazas.
<No puedes salir de tu habitación hasta que el doctor lo autorice, cuidado con andar merodeando por los pasillos, no busques problemas y sobre todo no te resistas a tomar tus medicamentos, sí me dan una queja te aseguro que lo vas a lamentar>, dijo con voz gruesa y autoritaria. Tiene el pelo corto en color rojizo, es ancha y muy alta, parece jugador de fútbol.
-Ya que te resistes a pronunciar palabra, voy a pedirte más como un favor que como una orden, que escribas en esta libreta lo que deambula por tu mente. Lo que quieras, poco o mucho, bueno o malo, real o fantasioso, solo escríbelo. Te hará sentir mejor, lo prometo. Cada jueves por la mañana vendrás a mi oficina para dejarlo sobre mi escritorio. Solo yo lo leeré y lo haré sin juicios, puedes confiar en mí, Victoria, mi único interés es ayudarte.
Sin apartar la mirada de mí me entregó una libreta forrada en color azul pálido y un lapicero. Con los ojos clavados en ese peculiar objeto, levanté la mano para tomarlo y sin decir nada salí de prisa. Rita vigiló el regreso a mi habitación, más que enfermera es una celadora.
Una diminuta luz se encendió en mi interior, tal vez esa libreta de convertiría en mi confidente, mi posible salvación. Pero, ¿puedo confiar en el doctor Rivas?
¿Guardará mí secreto tan celosamente como lo hago yo?
Quizá sí, después de todo es solo un extraño, ¿que beneficio puede obtener al enterarse de todo?
Me detuve unos metros antes de llegar a mi destino, los gritos desesperados de una mujer me alertaron, se resiste llena de temor a entrar en ese cuarto -el cuarto de tortura-, así suelen llamarlo.
Yo nunca he entrado ahí y no deseo hacerlo, es un pequeño infierno que calcina las neuronas. De vez en cuando llevan a alguien ahí y los gritos comienzan, minutos después sale una camilla que sigilosa se desliza por los pasillos con el cuerpo desvanecido de aquel desafortunado.
Trague saliva con dificultad, un escalofrío recorrió mi ser.
-No te detengas, Victoria, no es de tu incumbencia -amenazó mi celadora.
Entré a mi habitación acolchonada sin mirar atrás y me tumbé en la cama con las piernas encogidas, mi mano tiembla ansiosa. Sin esfuerzo alguno comencé a escribir el inicio de todo...
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Cuento seleccionado y publicado en la Revista Fantastique.
La noche los sorprendió otra vez, Sally y su hermano continuaban dentro del viejo ropero lleno de cachivaches en un intento por ocultarse de aquellas criaturas de cabeza ovalada, piel albina, ojos grandes tan negros como la misma noche y cuerpo pequeño, que amenazaba al mundo. Sally tuvo que salir de su guarida en busca de comida. Procuraba no ir muy lejos, no quería que la atraparán, eso significaría el final y su hermano menor la esperaba. En cuanto localizó algo corrió de puntillas para escabullirse de nuevo en aquel viejo ropero y así arrinconarse junto a Goyo.
La calle estaba desierta, los pocos humanos que habían escapado de la gran invasión se escondían en el subsuelo, dentro de las alcantarillas. Pero Sally y su hermano no lograron huir, salvaron la vida pero se quedaron solos, prisioneros en aquel mueble inerte que los había mantenido a salvo por días. Los seres de un blanco casi fantasmal no los habían descubierto aún.
Sus padres nunca regresaron a casa como solían hacerlo después de un día de trabajo, quizá fueron secuestrados por las criaturas o quizás estaban muertos.
Hace dos semanas mientras Sally y su hermano hacían las tareas escolares hubo una gran explosión. Un ruido infernal los dejó sordos por minutos, los cristales del edificio se hicieron añicos, las paredes se cuartearon, el piso vibró y una gigantesca nube de polvo los sumió en la oscuridad por días. Casas, empresas, escuelas y edificios se vinieron abajo; ni el ángel que por décadas vigiló y cuidó de la gran ciudad resistió el embate. Todo quedó en ruinas.
Los postes de electricidad estallaron como fuegos artificiales sumiendo todo en las tinieblas. El agua salía de la llave tan espesa y maloliente como un animal muerto.
Las reservas de comida que su madre solía prever se agotaron, sobrevivieron dos semanas con una rigurosa dieta basada en galletas, cereal y agua embotellada. Por días habían planeado que hacer cuando los suministros se acabaran. Debían sobrevivir y para hacerlo tenían que salir de su reducido refugio. Ahora estaban listos. Tal vez no lo lograrían pero al menos no se la pondrían fácil a esos fantasmas del espacio que se escondían entre las ruinas dispuestos a eliminar a cada humano que encontraban a su paso.
Escaparían usando el túnel del ascensor, forzarían las puertas con una de las varillas que yacían en el corredor y con ayuda de unas cuerdas especiales bajarían dos pisos hasta llegar al estacionamiento, entonces correrían hasta la calle para entrar en la alcantarilla que estaba justo en frente del edificio.
—¿Estás listo? —preguntó a su hermano. Acababa de cumplir nueve años pero era más valiente que ella quien para entonces tenía trece. No lo hubiera logrado sin él.
—Listo —confirmó en voz baja, como solían hablar desde que la invasión comenzó.
Se forzó a sonreír, llevaba días sin hacerlo, ¿qué motivo podría tener? El mundo se desmoronaba, sus padres habían muerto y una legión de seres extraterrestres pretendían exterminar a la raza humana. La única razón que la mantenía de pie estaba a su lado mirándola como si fuera un súper héroe.
Un silencio sepulcral invadía todo, despacio y a gatas recorrieron el pasillo que los llevaría hasta el elevador. Un ruido que provenía del exterior los obligó a detenerse, respiraron hondo, el latido de sus corazones era tan intenso que podía delatarlos. Cuando llegaron al elevador se sorprendieron al notar las puertas de éste abiertas, se miraron agradecidos, su trabajo se había aligerado. Poco les duro el gusto al observar un cuerpo tirado boca arriba; un grito de horror tuvo que ser callado por las manos de Sally. Era su vecina, una anciana regordeta y malhumorada, no había restos de sangre ni un solo órgano dentro de aquel cuerpo. Aquellos seres devoraron sus entrañas.
Entraron pegados a la pared, sus manos transpiraban y sus piernas temblaban como gelatinas. Goyo se subió en los hombros de su hermana y abrió la puertecilla de emergencia.
Trepó y cuando Sally lo vio a salvo, tomó el banquillo que usaba el portero del edificio, ese que estaba intacto en una esquina, entonces también trepó. Cerró la puerta tras de sí.
—Lo lograremos —dijo a su hermano.
Después de eso se colocaron los guantes que usaban en el invierno y amarraron una soga en su cintura y el otro extremo lo sujetaron en la polea que posaba en la corona del elevador, como lo hacían cuando practicaban rapel. Goyo era muy hábil. Bajaron despacio para evitar hacer ruido, el crujir de las cuerdas era lo único que se escuchaba, las paredes engrasadas no ayudaban pero lo lograron en unos minutos.
El primer obstáculo había sido librado, pero ambos sabían que esa era la parte sencilla, lo difícil estaba por llegar.
El estacionamiento estaba demasiado oscuro y frío, una linterna del tamaño de un bolígrafo era lo único que alumbraría su camino. Tomados de la mano caminaron cautelosos, cuando estaban por alcanzar la salida Goyo se recargó en un auto provocando que la alarma de este comenzara a sonar. Pronto algo salió de entre las sombras entonces los niños se echaron a correr, dos pequeñas figuras pálidas corrían tras ellos.
—¡Corre, Goyo, no mires atrás! —ordenó Sally aferrando su mano a la de su hermano.
Chillidos parecidos a los de una rata hacían eco en las paredes del estacionamiento. Un rayo luminoso color amarillo casi rozó la cabeza de Sally, entonces se agachó asustada. La escena parecía salida de una película de Hollywood.
—No te detengas —dijo en un grito.
La meta estaba cerca, solo unos metros más y tendrían una oportunidad.
Ya en la calle tuvieron que arrinconarse, una nave silenciosa del tamaño de un auto compacto patrullaba las calles volando bajo. Un cinturón de focos de colores se reflejaba en los edificios que quedaban de pie. Las criaturas albinas de grandes ojos negros se acercaban de prisa. La alcantarilla, su única oportunidad para vivir, estaba esperándolos. Sally y Goyo sabían que allí dentro se encontraba un grupo de sobrevivientes que los acogería sin dudarlo.
Dos rayos más pasaron de lado, los alienígenas les disparaban, estaban tan cerca que Sally pudo ver un brillo rojizo en sus enormes ojos y unas garras afiladas como navajas en sus manos. La nave se había detenido y su compuerta comenzaba a abrirse para dejar escapar más criaturas fantasmales.
—¡Ahora! —exclamó Sally.
En medio de luces de colores, seres albinos y el embiste de rayos amarillos, los dos niños corrieron como gacelas al viento dejando atrás aquel viejo ropero, en busca de una oportunidad para sobrevivir.
Todas las noches, durante tres meses, en un lejano poblado de Michoacán, un grupo de hombres, en su mayoría jóvenes que habían llegado para construir un puente que uniría dos pequeñas comunidades, se reunían en el bosque.
Mientras la luna reinaba y la carne de venado se cocinaba en un improvisado asador, hablaban y disfrutaban una bebida hecha de savia fermentada que obtenían del maguey, un obsequio de los lugareños. Gracias a esta, los más jóvenes terminaban dormidos sobre el pasto húmedo antes de que la cena estuviera lista; aquella bebida sumada a su falta de moderación los arrastraba en poco tiempo a los brazos de la inconsistencia.
Esa noche, José, mareado y poseído por la urgencia de orinar, se separó del grupo para internarse en el bosque; caminó para alejarse unos metros cuando un resplandor que provenía del lago, llamó su atención.
El campamento había sido instalado cerca del lago encantado de Zirahuén, también llamado “el espejo de los dioses”, el puente que construían lo atravesaría, uniendo así ambas comunidades.
La curiosidad de José traspasó la barrera de precaución, esa diminuta luz que se enciende y parpadea cuando un peligro acecha.
El viento vino acompañado de una hechizante voz que al ritmo de las hojas interpretaba una hermosa melodía. Era la voz de una mujer, los ojos de José se abrieron hasta doler por la sorpresa. Aquella visión nocturna, <una diosa>, pensó José, se bañaba en las templadas aguas del lago encantado, mientras cantaba en tono bajo una canción que jamás había escuchado y cuya magia erizó su piel curtida por los abrasantes rayos del sol.
La contempló hipnotizado por largo tiempo, escondido entre los enormes robles temeroso de ser descubierto.
Su mirada estaba clavada en aquella mujer como un par de clavos empotrados en la pared, su voluntad había sido ultrajada por esa hermosa visión.
Hubo un instante en que sus miradas se cruzaron, José creyó imaginar un destello rojo como la sangre, en los ojos de la mujer, entonces cayó de espaldas al pensarse descubierto, su respiración acelerada golpeaba contra los árboles rebotando con descaro mientras su cuerpo temblaba a pesar del calor sofocante.
Huyó cómo animal rastrero, así se desplazó hasta el campamento.
Nadie pareció notar su ausencia. Cubierto por el anonimato llegó hasta su improvisado dormitorio.
En vano intentó dormir, la imagen de la mujer se había tatuado en su mente.
Al día siguiente la rutina no cambió, despertaron al amanecer, trabajaron hasta el ocaso, se reunieron para cenar, bebieron hasta embriagarse y durmieron donde el sueño los pilló.
Pero, desde esa noche, José se escabullía cubierto por las sombras hasta la orilla del lago para expiar sin pizca de morbo a aquella perfecta visión que lo tenía embrujado.
Lo hizo por semanas, hasta que cierta noche alguien se le adelantó. Era Efrén, un hombre entrado en años quién no gozaba de la simpatía del resto. Tampoco a José le agradaba, era una lastima que a pesar de ser un hombre trabajador, poseyera un corazón y mente retorcidos.
La maldad se alojaba en él, lo confirmó al ser testigo de como miraba a la mujer, el deseo que albergaba era palpable, lo que despertó un instinto de protección en José.
Esperó paciente hasta que aquel hombre, por si solo, sació sus instintos resguardado por las tinieblas. Con sigilo, partió detrás de él.
La presencia del sol llegó acompañado de gritos de pánico, un cuerpo flotaba hinchado en las claras aguas del lago. Los lugareños montados en una canoa, recogieron el cuerpo. José palideció al reconocerlo, se trataba de Efrén.
< Eréndira, la sirena>, contó en lengua purépecha, una anciana. <Hechiza con su voz a los hombres malos. Los ingenuos, víctimas de sus deseos carnales, caen al lago donde las algas los sumergen hasta ahogarlos>, concluyó.
Ansioso y confuso, José escuchó el relato de la anciana. Eréndira una princesa purépecha poseedora de gran belleza, había sido raptada por un capitán español cuyo ejército fue acogido por su padre, el rey.
La escondió en las montañas, donde durante días y noches, la princesa lloró implorando a los dioses que la liberarán. Los dioses, llenos de cólera, utilizaron sus lágrimas para formar el lago y convirtieron sus piernas en cola de pez para que está pudiera escapar.
Desde entonces durante la noche, Eréndira atrae a los hombres malos como venganza, éstos al ver su verdadero rostro caen al lago donde tras segundos agónicos, mueren ahogados.
José se mostró reacio, no podía creer que un ser tan perfecto fuera una sirena asesina, él mismo lo demostraría. En cuanto el ocaso llegó, se dirigió al lago.
Eréndira estaba sentada sobre una roca, cantaba y cepillaba su larga cabellera mientras una cola de pez unida hasta su cintura, jugueteaba con el agua.
Los ojos de José se humedecieron, la anciana había dicho la verdad; la mágica visión que idealizaba no era sino un alma atormentada con sed de venganza.
Entonces todo pareció inefable.
Poseído por la ira, arrojó una piedra hacia la sirena quien al voltear, le dejó ver su verdadero rostro el cual no era para nada perfecto ni mucho menos hermoso. Ojos rojos como lava ardiente, dientes afiliados como agujas, cabello tupido de sanguijuelas y en vez de piernas, una enorme cola cubierta de escamas opacas que aleteaban con disimulo al compás de la corriente de ahora verdosas aguas del lago encantado.
Nunca encontraron a José, nadie pudo explicar su repentina desaparición, la cual, según cuenta la anciana, fue el antídoto para aquella alma en pena cuya hechizante voz, jamás volvió a escucharse.
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La vida es tan voluble que nos quita y nos da a su antojo. Sophie lo tuvo claro cuando un evento desafortunado puso en jaque a su familia, sumiéndola en un infierno. Obligándola a tomar una mala decisión que la mantuvo atrapada en un segundo plano. Lugar donde debe enfrentar lo peor de si misma para lograr una segunda oportunidad y volver a su hogar. Un lugar donde conocerá el amor de un modo distinto al que leyó en los cuentos de hadas.
Un lugar que la despojará de esos demonios internos que la mantuvieron secuestrada muchos años...
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Revista que seleccionó un cuento de mi autoría titulado "Mi fantasma"♥️😉
https://issuu.com/penumbria/docs/penumbria39__2_
Mi fantasma
Pasaba de la media noche. Marianne, empapada en sudor, pujaba con gran esfuerzo a los ocho meses de gestación.
El parto había empezado hacía cinco horas. La partera los había abandonado a su suerte.
Los nervios de Marcos estaban quebrados. El llanto desesperado de su esposa, lo superaban.
—Tranquila, el bebé está por llegar —pidió a su esposa, mientras secaba el sudor de su frente.
Meses atrás, los médicos habían detectado un problema en el bebé que Marianne llevaba en su vientre.
Seis meses en cama, con cuidados extremos lograron que aquel bebé tan deseado por sus padres, creciera en su interior.
Las horas pasaban, el cansancio y la debilidad de Marianne eran evidentes. Sus gritos se convirtieron en simples quejidos.
Marco la observaba preocupado. Le hablaba para evitar que se quedara dormida. Temía que ya no despertara.
—¿Quieres intentarlo una vez más? —preguntó a su mujer.
Esta asintió, se agarró a sus rodillas y pujó con fuerza.
El llanto de un bebé le arrebató un suspiro. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de desplomarse en la cama.
—¡Marianne!
El grito de horror de Marco llamando a su mujer, se escuchó como un alarido.
El llanto del bebé, lo arrancó de las garras del desespero. Se limpio la nariz, respiró hondo y lo tomó entre sus brazos. El llanto cesó de inmediato.
Sus ojos negros como el petróleo se abrieron a tope. El rostro de su hijo estaba malformado. Parecía como si un balde de agua hirviendo le hubiese caído encima.
Gimió de horror, lo cubrió con una sabana y lo dejó sobre la cama.
Por años Marco mantuvo encerrado al pequeño Erik, dentro del cuarto de aquel edificio ubicado en la Calle de los Mártires.
Lo evitaba, su presencia le recordaba la triste noche en que Marianne había muerto. Culpaba al pequeño monstruo de su desgracia. Se limitaba a ofrecerle alimento dos veces al día cubriendo su falta de afecto con decenas de libros.
El día de su cumpleaños numero nueve, Erik, que para ese entonces leía con asombrosa habilidad, pidió un obsequio especial a su padre.
—Padre, ¿me comprarías un órgano?
Entre los libros usados que Marco facilitaba a su hijo, incluyó uno de historia musical. Gracias a éste, nació el interés de Erik hacia ese peculiar instrumento.
—¿Un órgano?, ¿a caso estás bromeando? ¡De donde sacaré dinero para comprar semejante instrumento! —lo cuestionó de forma hostil.
Erik se encogió de miedo. No comprendía que su padre, y único contacto con el exterior, lo tratará de forma cruel.
—Podría trabajar —comentó armándose de valor.
—¿Quién te dará trabajo con ese rostro?
Erik no entendió aquellas palabras, nunca se había visto en un espejo. Pero sí lo había tocado. Varias veces se preguntó por qué la piel de su rostro, se sentía arrugada.
Agachó la mirada y respiró hondo.
El tiempo continuó su paso, Erik había cumplido dieciséis años.
Después de varios intentos, su padre le permitió acompañarlo a entregar los zapatos que él mismo había reparado la noche anterior. Aprendió al verlo trabajar.
En un principio Marco se mostró reacio, no aceptaba la ayuda de su hijo, pero terminó por ceder al convencerse de la habilidad que poseía. Eso sí, le ordenó ponerse una máscara que le cubriera el rostro.
Erik obedeció, creía que su padre quería protegerlo de posibles burlas de las personas que encontraran en su camino.
En un principio, lo miraban curiosos, pero pronto terminaron por acostumbrarse.
Gracias a eso, Erik comenzó a obtener independencia y libertad.
Todos los días, sin que su padre se enterara, Erik visitaba la iglesia que quedaba a unas calles de donde vivía. Pasaba horas escuchando la suave melodía que provenía de aquel enorme órgano.
—¿Te gusta? —preguntó un hombre regordete. Erik se arrinconó en la banca— tranquilo, no debes temerme. Yo puedo enseñarte a tocarlo.
El rostro de Erik se iluminó ante la propuesta. Hacía años que deseaba aprender a tocarlo.
—¿De verdad?
—Por supuesto, ¿cómo te llamas?
Desde ese momento, entre ambos, nació una gran amistad.
Erik recibió de ese extraño, el cariño y la atención que siempre había deseado recibir de su padre.
En cuestión de días, y tras la sorpresa de su nuevo amigo, Erik dominó el instrumento. Lo hacía con tal gracia que las notas se convertían en una dulce melodía que acariciaba los oídos de los presentes.
Cierta ocasión, una joven de cabellos dorados y piel blanca, llamó su atención. Su corazón palpitó con fuerza.
Ella lo miró curiosa de saber por qué razón un genio de la música, escondía su rostro detrás de una máscara blanca.
—Hola —saludó.
La voz débil de aquella bella mujer le erizó la piel. La observó con descaro. Su belleza y ternura lo enamoraron al instante.
Todas las mañanas, Christine, asistía a misa, no solo por devoción, sino porque sentía urgencia de ver y escuchar las melodías que Erik interpretaba.
Christine lo acompañaba por horas. Le maravillaba escucharlo, la pasión que ponía en cada nota le hacía brincar el corazón de emoción.
—Te quiero —dijo Christine para después sorprenderlo con un beso en la mejilla.
Erik dejó de tocar, se puso de pie y emprendió la huida.
—¡Erik, espera! —gritó mientras corría detrás del hombre que amaba.
La falta de concentración en el camino, le impidió observar un auto que se aproximaba. Tarde cayó en cuenta de ello. El auto la golpeó con fuerza.
—Resiste, Christine, la ayuda llegará pronto —dijo Erik mientras sostenía su cabeza entre sus brazos. Sus manos temblaban a ver como la vida de la mujer amada, se consumía.
—Te amo, Christine.
Dijo despojándose de la máscara que lo había mantenido cautivo por años.
Christine lo miró. Antes de cerrar sus ojos, acarició su rostro con adoración.
—Mi bello fantasma —dijo con su último aliento.
El dolor de Erik fue transmitido a todas las óperas que compuso a su bella Christine.
Cada noche, el telón se levantaba. La gente asistía con júbilo solo para escuchar al Fantasma de la Ópera.